Hace tiempo que creo que el ser humano es violento por naturaleza. Inherentemente agresivo, competitivo, egoísta. Pero en algún momento de la historia, la necesidad de crear estructuras sociales complejas y funcionales, nos exigió suplantar aquel comportamiento instintivo por códigos éticos y morales que permitieran la cooperación en masa y, por ende, la proliferación de nuestra especie: la entronización de un animal ordinario como soberano absoluto del planeta Tierra.
Sin embargo, la naturaleza suele abrirse paso revelando la esencia de todas las cosas, a veces, de manera inocua, otras, evidenciando la frágil civilidad del hombre. Por ello, a pesar de una incesante evolución social, seguimos mostrando un comportamiento primitivo al momento de satisfacer nuestros mayores apetitos, así se trate de un arrebatado impulso sexual o el deseo tan particular de convertirnos en presidente de un país.
Reflexionémoslo un instante: ¿Qué es la contienda electoral sino un escenario donde se muestran los instintos más básicos de hombres y mujeres hambrientos de poder; un infame espectáculo de las democracias donde se combate por el dominio de los territorios; la oportunidad constante de asegurar la supremacía política y económica sobre líderes rivales; una pugna animal por ser machos y hembras alfas de una horda multitudinaria?...

Pero no a todos gusta la confortación agresiva tan característica de un proceso electoral. Ese fuego cruzado de declaraciones y propuestas que no siempre reflejan una genuina preocupación social sino la obsesión por satisfacer ambiciones personales o gremiales a costa de la decencia y la verdad. Y sin embargo –nos guste o no–, descalificaciones y contrarréplicas deben ser vistas como realidades inseparables de las campañas electorales; como recursos instintivos que tienen el propósito de influir tanto en la agenda noticiosa como en la toma de decisión de los votantes.
Pero hasta la lucha más natural demanda límites. Una violenta descalificación puede transformarse fácilmente en una guerra obscena de injurias y falsedades de un efecto contraproducente para quienes buscan el favor de un electorado a todas luces cansado de una política predecible, vulgar e incompetente. Asimismo, sin una investigación profunda que justifique el abuso de la difamación y su preeminencia dentro de la estrategia de campaña, la carencia de positivos propios puede quedar en evidencia y resultar en una maniobra para los candidatos menos preparados.
Hoy en México, la guerra sucia se desarrolla en el coliseo del nuevo siglo: las redes sociales. Todos contra todos y todos por el todo. Elaborados como pan caliente, memes, videos, columnas periodísticas, notas trucadas y encuestas falseadas enfocadas en vulnerar la imagen de los oponentes. Y aunque hay quienes orgánicamente comparten los contenidos manifestando su afinidad partidista o postura ideológica, ¿cuántos de los votantes fluctuantes que miran el torrente de publicaciones compartidas son verdaderamente convencidos para votar o no por un candidato? ¿Cuál es el impacto electoral de una nota publicitada, de un meme ingenioso o de un video denostativo en cuanto a votos obtenidos? ¿Existe un porcentaje claro sobre cuánto es que la guerra sucia ayuda a decantar una elección?…

Construir una campaña exitosa no puede estribar sólo en ataques virtuales que fomenten la polarización de Twitter y Facebook; en algún punto deben destacar las fortalezas y propuestas que diferencian a cada candidato. La estrategia en redes también puede y debe tener un enfoque sustancial, positivo, atractivo, crucial. Hoy, la diferencia la marca el candidato que no se abandona por completo a la confrontación y, en momentos estratégicamente identificados, decide ser propositivo y directo; congruente con su personalidad y con la historia que lo precede e identifica, aun si ésta es negativa. Lo más importante es que tras cada una de sus acciones exista credibilidad y la intención sensible de darle nuevos bríos a una política anquilosada.
No hay pretexto que valga. Actualmente, existen canales de comunicación mucho más penetrantes y técnicas especializadas de investigación que permiten conocer lo que cada segmento de la población necesita escuchar así como el camino estratégico a seguir tanto en la escena cibernética como en las calles (ahí donde se ganan las elecciones). La clave es asimilar que la intuición y fórmulas secretas de los antiguos gurús de la comunicación no son suficientes para hacerse con la victoria en las urnas.

Esto no es más el siglo XX. En la era digital, la persuasión del votante exige actuar de formas mucho más sagaces que quizás no vienen incluidas en los viejos manuales. El grueso del electorado está representado por una nueva generación cuya demanda, consumo y discernimiento de información han evolucionado y, por ello, debe existir un balance perfectamente estudiado entre ataque y defensa dentro de la comunicación estratégica de las candidaturas.
Asimismo, tampoco puede descuidarse la movilización del voto por creer que el pulso de las redes sociales es un pronóstico fiel del escenario electoral. Lo vimos hace más de un año cuando Hillary Clinton –favorita en las redes– fue derrotada por Donald Trump, cuyo equipo de campaña identificó que incluso en el Estados Unidos actual, una narrativa nacionalista, retrógrada y violenta sería tan poderosa como la apuesta global por la civilidad y el progresismo.

La comunicación online es sumamente útil; determinante, sólo cuando el escrutinio del entorno así lo revela. Innovar motivados por las nuevas tecnologías ayuda a nuestros candidatos a mostrarse vanguardistas y asegurar un lugar en la gran batalla de las campañas modernas, sin embargo, sólo la investigación formal, el análisis exhaustivo y la adaptación a la realidad cambiante de la elección determinarán las posibilidades de ganar.
La guerra sucia en un proceso electoral es tan desagradable como ineludible, y para encararla se requieren estrategias bien fundamentadas que indiquen cuándo es oportuno liberar la bestialidad y cuándo hay qué desmarcase de los demás candidatos exhibiendo talento y categoría. Como en el filme Gladiador, el protagonista destinado a ganar cada batalla sabrá embelesar a la multitud bullente, quizás blandiendo la espada o demostrando misericordia.
